Charles Lutwidge Dodgson, mejor conocido como “Lewis Carroll” no se limitó a ser un maverick de la lógica fantástica (dilucidando la rama filosófica del pensamiento racional a través de una proyección narrativa exquisitamente fantástica) sino que también incursionó en el mundo de la fotografía. La obra fotográfica de Carroll se ha mantenido bastante al margen de la cultura pop, no obstante que en algún punto llego a acumular un archivo de 3,000 fotografías, del cual aún se conserva una tercera parte (el resto sucumbió a manos de la entropía) y que es considerado uno de los fotógrafos más destacados de la época Victoriana.
Con Carroll a cargo del obturador, podemos pasear por un mundo fantástico que utiliza a las niñas como el catalizador a esa otra realidad donde el sueño emerge de si mismo, como un irreal fractal, para convertirse en algo más nítido que los que la propia realidad nos convida, es decir, a través e sus fotografías, al igual que de sus cuentos, queda en evidencia la ambigüedad de lo que consideramos como “real” y se nos sugiere una naturaleza de oníricas posibilidades en la composición original de nuestro universo.
Fue en 1856 cuando descubrió la fotografía, que entonces se perfilaba como el nuevo gran arte, y su amor por esta técnica se consumaría gracias a la influencia de uno de los pioneros de esta disciplina artística, su amigo Oscar Gustav Rejlander. Ya en 1880, tras 24 años de prolífico trabajo con los el arte de la luz capturada en haluros de plata y cristales, Carroll decidió, abruptamente, abandonar la fotografía.
Además de la sensual ternura que manifiestan las niñas captadas por Carroll con su cámara, el escritor y filósofo inglés también gustaba de retratar otros elementos, curiosamente varios de ellos con una sólida identidad arquetípica, como muñecas, árboles, esqueletos, y perros. Su obsesión por retratar niñas pequeñas, y en especial por fotografiar a Alexandra Kitchin, a quien retrató en más de cincuenta ocasiones, le valió el rumor de que tenía ciertas tendencias pedófilas. Sin embargo, y a diferencia del también genial inglés, David Hamilton, quien acostumbraba fotografiar desnudas a las niñas de la alta sociedad campirana de aquellos tiempos, en realidad Carroll pocas veces cruzó la frontera de la desnudez y en los pocos casos en que lo hizo al parecer regresó las imágenes a la familia de las niñas.
Pero más allá de los lúcidos silogismos que su mente construía, y de su virtuosismo literario que queda en irrefutable evidencia con obras como Alice in Wonderland (1865) y Through the Looking glass (1872), al parecer la fotografía jugaba un papel bastante especial en la necesidad expresiva de Carroll, funcionando como una especie de jardín secreto que se “extrovierte” a través de un catártico ritual: proyectar al exterior la encarnación gráfica de tus sentimientos…